Conclusiones del Boletín
A lo largo de todo el boletín hemos tratado de mostrar que la estrategia financiera de endeudarse a corto plazo e invertir a largo ha sido la principal causante de las actuales fluctuaciones económicas. Los agentes económicos van empeorando su liquidez y, con este empeoramiento, distorsionan la estructura productiva de la economía, forzando una necesidad de reconversión que lleva a la quiebra a los agentes más ilíquidos. En esta crisis, la iliquidez se concentraba sobre todo en el sector financiero, que se ha visto sometido tanto a una creciente sequedad del crédito a corto plazo que le permitiera refinanciar sus deudas como a un aumento de los impagos que han minado su solvencia. Ante la más que cierta posibilidad de que grandes partes del sistema financiero quebraran, los gobiernos y los bancos centrales de todo el mundo iniciaron una frenética escalada en sus intervenciones, consistente en recapitalizar la banca y extender tanto crédito como fuera posible. Ninguna medida ha logrado evitar la crisis, ya que su origen no se encuentra ni en una caída de la demanda ni en una súbita contracción de la oferta monetaria. Estos dos fenómenos en los que tanto enfatizan keynesianos y monetaristas no son más que una consecuencia de las malas inversiones previas que se produjeron en la economía y de la necesidad de corregirlas. De ahí que los agentes económicos hayan comenzado a construir sus posiciones de liquidez y de solvencia –enajenando a descuento las inversiones menos rentables para amortizar su deuda y permitir que éstas se recoloquen en otras partes de la estructura productiva– pese a la limitada recapitalización pública y al crédito barato ofrecido por los bancos centrales. Mientras los agentes no se consideren lo suficientemente solventes y desapalancados y mientras los precios relativos no se hayan ajustado para volver a generar oportunidades de ganancia, resulta ilusorio pensar que tomarán crédito para volver a endeudar, por muy barato que se lo ofrezcan. La intervención de gobiernos y bancos centrales podría haber tenido su sentido para lograr una especie de reestructuración ordenada de las malas inversiones, esto es, para tratar de contener una fuga hacia la liquidez y la calidad de los activos que forzara una liquidación forzosa y a pérdidas de los mismos. Pero lo que se ha hecho dista bastante de haber inyectado transitoriamente liquidez en el sistema. Los gobiernos han tendido a recapitalizar de manera indiscriminada a las entidades con problemas, sin preguntarse por la calidad de los activos con los que contaban, y los bancos centrales no han podido evitar la tentación de invertir a largo plazo los fondos que les entregaban los bancos comerciales a corto plazo. Por este motivo, no sólo se ha producido un inexorable estancamiento económico, en el que el hundimiento de la demanda de crédito no ha ido ligado a una reestructuración lo suficientemente rápida de la economía, sino que los riesgos siguen sin despejarse del horizonte. 112 | P á g i n a Por un lado, las masivas emisiones de deuda pública necesarias para financiar el rescate bancario han agravado las consecuencias de la restricción crediticia, al dejar sin fondos prestables a los demandantes marginales de crédito. Aunque estos programas no ponen en jaque la solvencia de la mayoría de Estados (aunque sí de algunos, como sucede con Islandia) sí dificultan el acceso al crédito por parte de una parte de la economía real (justo lo contrario del lema con el que se vendió a la ciudadanía), lo que al final termina traduciéndose en cotosos planes públicos de estímulo de la demanda que sí pueden afectar a la solvencia de muchos Estados, generando un claro problema de inflación. Por otro, la inversión a largo plazo de los saldos de tesorería que la banca comercial ha atesorado en los bancos centrales supone un incremento de las tensiones inflacionistas bastante considerable. No tanto porque haya aumentado de alguna manera la “oferta monetaria”, sino por el mayor descalce que han ido asumiendo los bancos centrales y muy especialmente la Reserva Federal. Así pues, aunque las fuerzas deflacionistas derivadas de la contracción crediticia y el proceso de desapalancamiento continúen su curso, lo cierto es que se empiezan a atinar riesgos inflacionistas en el horizonte. En su conjunto, las Administraciones Públicas se han visto desbordadas por los acontecimientos, tanto por carecer de una buena teoría económica que les ayude a comprender las consecuencias de sus decisiones –la teoría austriaca del ciclo económico– como por un posible desinterés en tomar medidas efectivas que acarreen un elevado coste político. El problema es que con ello sólo han retrasado el proceso de ajuste, favorecido el consumo de capital y colocado en serio peligro a sus monedas nacionales. Ni mucho menos cabe tildar de exitosa y afortunada su gestión de la crisis: ni cuando se estaba inflando el crédito ni cuando finalmente se ha contraído. Durante la fase de expansión crediticia deberían haberse preocupado por subir los tipos de interés para enfriar la burbuja y evitar que prosiguiera el descalce de plazos. Durante los inicios de la crisis deberían haber adoptado energéticas políticas fiscales –consistentes en reducir impuestos y gasto público– y estructurales –liberalización de los mercados. Y, por último, tras la quiebra de Lehman y el pánico financiero generado, deberían haber dado tanto peso como fuera posible a la concreción de soluciones de mercado y sólo de manera residual haber proporcionado liquidez contra activos muy concretos y de calidad (tanto por lo que respecta a los planes de rescate como a los bancos centrales). Ninguna de estas cosas se hizo en su momento y la crisis no ha dejado de degenerar hasta que se ha acercado a un cierto fondo que, no obstante, las políticas de expansión del gasto público desatadas en 2009 podrían seguir agravando. Políticos y economistas deberían aprender que sus políticas económicas sólo atacan algunos síntomas de la crisis a un coste demasiado elevado. Mientras no asimilen este extremo, la población seguirá padeciendo su incompetencia.
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