¿Alguno de ustedes se ha planteado alguna vez, yendo en su coche cortos de combustible, si pisando el acelerador aumentan sus probabilidades de alcanzar la estación de servicio más próxima antes de quedarse sin gasolina? Esta es una idea intuitiva —es verdad que llegarían antes a la gasolinera— pero, convendrán conmigo, no necesariamente cierta, ya que lo que importa son los kilómetros que pueden recorrer con el combustible restante y no tanto el tiempo en el que los recorren.
Es más, corriendo más no reduciremos la distancia a salvar pero seguro que vaciaremos antes el depósito, y es posible que nunca lleguemos. Pues bien, otro tanto ocurre en la economía si pensamos que el crecimiento es la única salida a la crisis. Empeñarnos en crecer, no sólo no anticipará el final de la depresión sino que seguramente nos alejará más aún del inicio de la recuperación.
Últimamente volvemos a escuchar voces que reclaman de los poderes públicos medidas de estímulo que compensen el nulo o negativo crecimiento del consumo e inversión privada. Creen esas voces que la cicatera contribución de las familias y empresas a la demanda agregada supone un serio riesgo de volver a la recesión y por eso piden al gobierno pisar el acelerador a fondo. No parece importarles que hace ya tiempo que se terminó el combustible y estamos haciendo como hizo Phileas Fogg con la “Enriqueta” en el último tramo de su viaje de 80 días: quemar todo lo que encontremos en el barco que pueda arder en la caldera. Y es que, como dejó escrito el periodista norteamericano Henry Hazlitt*, «no existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge por doquier como la panacea de nuestras congojas económicas (...) El remedio es fácil. Basta que el gobierno gaste lo necesario para superar la “deficiencia”».
Desde luego, no se puede negar la buena fe de quienes piensan que el gobierno puede impulsar el desarrollo y crecimiento económico. Sin embargo, en la cabeza de todo buen intervencionista subyace la idea de que el estado está por encima del bien y del mal y, por tanto, puede desafiar las leyes del mercado e incluso de la física. De este modo, en su esquema mental, el gobierno puede gastar en sus programas de estímulo ciertas míticas riquezas —en palabras de Mises— que no necesitan ser aportadas por nadie, cual maná de los hebreos.
Pero los amantes de la intervención pública, con los keynesianos a la cabeza, pasan por alto una verdad de Perogrullo con frecuencia olvidada. A saber, que el estado no puede gastar ni invertir ni un euro que no haya obtenido previamente del ciudadano. Con su segunda derivada, que lo que el estado gasta o invierte —lo que se ve, como diría Bastiat—, lo deja de gastar e invertir el ciudadano —lo que no se ve.
Es decir, que la petición de que sea el gasto público el que compense la falta de consumo e inversión en la ecuación de la demanda agregada de un país, no es otra cosa que pretenderforzar al sufrido y vapuleado ciudadano a hacer algo que voluntariamente no quiere hacer. Porque el gobierno no tiene más medios para financiarse que (a) los impuestos, (b) la deuda pública —que son los impuestos del mañana— o (c) la manipulación de la moneda —también conocida como inflación, que es la forma más viciosa de tributar.
Todo ello porque los consumidores —es decir, las personas— nos comportamos, como decíaMises, como jerarcas egoístas, implacables, caprichosos y volubles. Y como tales, justo cuando la economía más necesita de nuestro afán consumista para crecer y salir de la crisis, no se nos ocurre otra cosa que ponernos a ahorrar y atesorar para devolver nuestras deudas y protegernos ante un futuro oscuro e incierto.
Y es que, lo que estamos experimentando en la actualidad es el proceso justamente inverso a la expansión crediticia de la fase de auge previa, artificialmente impulsada por gobiernos, bancos centrales y entidades financieras privadas, y que inevitablemente ha devenido en la depresión que sufrimos desde el 2007.
En este proceso, el desapalancamiento general del sector privado —el público, por el contrario no hace sino intentar incrementar su deuda— y la pérdida de valor de los activos en los balances de los bancos tienden a reducir la cantidad de dinero en circulación. Si esta contracción del crédito no está generando una deflación en toda regla, es porque se está viendo compensada por la ingente cantidad de dólares y euros que la Fed y el BCE están inyectando en la economía.
Aunque también podríamos decirlo al revés: si estamos viendo un incremento menos acusado de los precios de lo que correspondería a la irresponsable política monetaria de los bancos centrales, es porque los sucesivos quatitative easings, las compras de bonos y las facilidades de liquidez ilimitada a la banca, están siendo compensados por el desapalancamiento y el ahorro de familias y empresas privadas.
En todo caso, esta deflación inducida por la crisis e impulsada voluntariamente por los agentes privados, en ausencia de intervención estatal, facilita y acelera la liquidación de los proyectos de inversión erróneamente iniciados en la etapa expansiva del ciclo —p. ej. préstamos concedidos “alegremente”, compras de suelo sobrevalorado, construcción de aeropuertos sin aviones, despliegue de líneas de AVE sin pasajeros, etc. — y, por lo tanto,abre paso a la ansiada recuperación.
Pues a diferencia de la expansión crediticia previa, esta contracción es la reacción natural del mercado a los errores de inversión cometidos. Parece que, precisamente por eso, ha de ser combatida por los poderes públicos y así está ocurriendo, que la intervención estatal, la coacción sindical y la rigidez de los mercados —sobre todo, pero no sólo, del laboral—están impidiendo los reajustes necesarios a la recuperación.
Pero hemos de saber que el camino no es precisamente de rosas sino de espinos. Ycualquiera que diga que de ésta podemos salir sin hacer grandes sacrificios, o no dice la verdad o está haciendo campaña electoral. Al igual que no existe otro remedio para la resaca más que “dormir la mona” —y desde luego, seguir bebiendo no es una alternativa válida—, no hay una solución a la crisis que no pase por hacer un importante sacrificio.
Porque en tanto no completemos el proceso de reajuste y eliminemos por completo el efecto de los créditos concedidos a proyectos de inversión que en la práctica han resultado ruinosos, no se iniciará la recuperación. Una vez cuadrados los balances de los bancos y culminado el proceso de desapalancamiento, el ahorro generado por los agentes podrá entonces dedicarse a impulsar la inversión en bienes de capital que, a la postre, generarán empleo y, ahora sí, crecimiento sano y genuino.
Por eso, quizás sea bueno regalarle a quien ocupe el Palacio de la Moncloa a partir del próximo 20-N el clásico portafotos con el lema “¡papá, no corras!”
* Henry Hazlitt, Economía en una lección, Unión Editorial.
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