Mucho se ha debatido durante estos días sobre si la reforma bancaria contemplada en Basilea-III era suficiente o no para combatir esa lacra que son los ciclos económicos. El nuevo tratado propone reforzar la solvencia y la liquidez de los bancos obligándoles a disponer de más fondos propios y activos líquidos que en la actualidad, de modo que sean capaces de resistir con más holgura las pérdidas y las mermas de financiación.
Y aunque en muchos sentidos Basilea-III suponga un avance con respecto a la barra libre actual –más que libre, subvencionada inflacionariamente por los sufridos ciudadanos–, la perspectiva que adopta el tratado parte de un error fundamental: no busca acabar con las causas que provocan los ciclos, sino que trata de minimizar sus consecuencias. O, en otras palabras, su hipótesis de partida es que los ciclos son inexorables y que cuanto podemos hacer es ir preparando su inexorable llegada.
La realidad es muy distinta: los ciclos son una consecuencia directa de la expansión del volumen de crédito bancario por encima del ahorro que lo está financiando. Dado que los tipos de interés a largo plazo son muy superiores a los tipos de interés a corto plazo, los bancos tienen enormes incentivos para endeudarse a corto plazo e invertir a largo plazo; nefasta práctica conocida como "transformación de plazos" que, por un lado, permite que los fondos disponibles para hipotecas, proyectos empresariales o créditos al consumo sean muy superiores al volumen de ahorros que puede financiarlos de manera sostenible y que, por otro, sitúa al banco en una situación tal de apalancamiento a corto plazo que éste sólo consigue sobrevivir gracias a los recurrentes chutes o inyecciones de crédito que le va proporcionando recurrentemente el banco central de turno.
Es absurdo, como hace Basilea-III, desligar este proceso de creación artificial de crédito de las distorsiones que se van acumulando en una economía hasta que colapsan en forma de crisis –por ejemplo, la hipertrofia del sector de la construcción, derivada del abundante crédito hipotecario– y de la escasísima liquidez y solvencia que exhiben los bancos modernos. Cuanto más crédito desligado del volumen de ahorros se genere, más distorsiones se producirán en la economía y menos líquidos y solventes se volverán los bancos. Así de crudo y así de simple.
Por fortuna, en el Parlamento inglés un grupo de diputados conservadores, que trata de mirar más allá de la misma sabiduría convencional que nos ha conducido a esta Segunda Gran Depresión, ha presentado
una iniciativa de ley que cambia por completo la hipótesis de partida: los ciclos económicos no son perturbaciones exógenas e inexplicables frente a los que debamos protegernos como si consistieran en una lluvia de meteoritos, sino procesos endógenos de creación insostenible de crédito que debemos combatir como si de un atentado contra los pilares de nuestra prosperidad se tratara.
Así,
inspirados en la obra del catedrático español de Economía Jesús Huerta de Soto, han propuesto algo tan simple como limitar uno de los casos más extremos de transformación de plazos: los bancos se endeudan a
la vista con el gran público (nuestras cuentas corrientes son eso, depósitos a la vista) al tiempo que invierten a larguísimos plazos (por ejemplo, concediedo hipotecas). En otras palabras, por un lado nos prometen devolvernos nuestro dinero en el momento en el que nosotros lo deseemos y, por otro, lo tienen inmovilizado y comprometido en proyectos que, con suerte, sólo lo recuperarán al cabo de 10, 20 ó 30 años. Algo obviamente imposible de cumplir salvo recurriendo a la inflación y al envilecimiento de la moneda: al fin y al cabo, si las inversiones a largo plazo del banco destinan los factores productivos a construir durante diez años una autopista, difícilmente podremos los depositantes hacer mientras tanto un uso distinto de esos factores productivos –por ejemplo, dirigirles a que nos fabriquen un automóvil en los próximos meses.
Y pese a ello, muchas personas a día de hoy siguen creyendo ingenuamente que el dinero que depositan en su banco se encuentra custodiado en una caja fuerte de la que pueden echar mano cuando lo deseen. El objetivo de la ley es precisamente clarificar esta posible confusión de partida: ¿quiere usted, señor depositante, entregarle su dinero al banco en concepto de depósito –de modo que la entidad no pueda hacer ningún uso del mismo– o en concepto de préstamo –de manera que la entidad pueda disponer de él como desee?
Una simple pregunta que limitaría enormemente la creación de crédito fiduciario en nuestros días y que, por tanto, suavizaría de verdad los ciclos económicos. Es probable que no sea la cortapisa definitiva contra las crisis, pues los bancos podrían seguir abusando del crédito a través de los préstamos a muy corto plazo (por ejemplo, préstamos a un día o a una hora que fueran renovándose permanentemente) al tiempo que disfrutan del importantísimo respaldo inflacionista de los bancos centrales para compensar su iliquidez; pero desde luego sí es una de las reformas más sencillas, inmediatas y útiles que podemos implementar a día de hoy y hasta que sea posible eliminar los bancos centrales, las legislaciones de curso forzoso y someter a todos los bancos a un régimen de competencia respetuoso con los contratos privados y los principios generales del derecho.
Veremos si los socialistas de todos los partidos, tan entusiasmados hasta la fecha con regular cualquier mínimo aspecto de la vida interna de los bancos, se suman a la propuesta. Me atrevo a adelantarles la respuesta: no. Al fin y al cabo, el principal beneficiado de la transformación de plazos de los bancos no es otro que el Estado, quien puede financiar sus dispendiosas emisiones de deuda pública a tipos de interés risiblemente bajos. Evitar las crisis siempre fue lo de menos.
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