«Lo que es verdadero, justo y bonito no está determinado por el voto popular. Las masas son siempre ignorantes, cortos de miras, motivados por la envidia, y fáciles de manipular. Los políticos democráticos deben apelar a las masas con el fin de ser elegidos. Ganará quien sea mejor demagogo. Casi por necesidad, entonces, la democracia dará lugar a la perversión de la verdad, la justicia y la belleza.»
Hay jornadas electorales en que no se alcanza el 50% de participación; las hay, incluso, en que el porcentaje es directamente irrisorio. Y hay políticos que se ufanan de gobernar por voluntad de la mayoría pero que apenas han obtenido el respaldo de un tercio del electorado.
A pesar del hastío que sienten muchos por los procesos electorales –por las promesas vanas, la estupidez de los políticos y los cambios para que todo siga igual–, la democracia es uno de esos tabúes que no pueden mencionarse si no es para cubrirlo de elogios. Por no poder, no puede ni discutirse el sistema electoral, aunque, como en España, no contribuya a la gobernación y recompense a los partidos más radicales, como la Esquerra catalana.
Al votante se le trata como si fuera un ser racional que discurre como es debido, deja el corazón en casa cuando se acerca a la urna y, al igual que el político, vota por el progreso social. Demagogias aparte, y considerando que incluso personas mentalmente discapacitadas pueden votar, esto es una visión tergiversada de las cualidades del votante. Pero ¿acaso hay otra?
Pues parece que sí. El prestigioso economista norteamericano Bryan Caplan acaba de demostrar que el votante es claramente irracional y, por ejemplo, se deja llevar por prejuicios anticapitalistas y contrarios a la inmigración. El libro donde dice cosas como éstas,
The Myth of the Rational Voter, está empezando a causar estragos en Estados Unidos.
Caplan no se lleva a engaño: "Apagamos nuestras facultades racionales en temas en los que no nos importa la verdad. Un votante irracional no sólo se hace daño a sí mismo, sino a cualquiera que, como consecuencia de su irracionalidad, haya de vivir bajo políticas equivocadas. Como la mayor parte del coste de la irracionalidad a la hora de votar es externa, es decir, lo pagan otros, ¿por qué no darse un capricho? Si una buena parte del electorado piensa así, las políticas socialmente perjudiciales ganan por demanda popular".
Más duro aún resulta leer lo que sigue: "En elecciones con millones de votantes, los beneficios personales de aprender más sobre política son insignificantes, porque un voto difícilmente cambiará el resultado. Entonces ¿para qué aprender?".
Si la mayoría cree que en el sistema capitalista los ricos se hacen más ricos y los pobres se envilecen, esto se convertirá en dogma. Y quien lo ponga en solfa no pasará de ser un maldito egoísta obsesionado con la acumulación de riquezas y desprovisto de la más mínima empatía hacia los demás. Es igual que se aleguen datos, análisis o razonamientos: el partidismo, como las creencias religiosas, es una cuestión de fe.
A juicio de Caplan, el encasillamiento de la gente es tal que puede saberse lo que alguien piensa sobre cualquier tema con sólo conocer su posición ante el aborto. Los votantes no analizan, por ejemplo, si la investigación con células madre es un atentado a la vida humana, como postula la Iglesia, o no; ni si los impuestos progresivos castigan al que más trabaja y equivalen a un saqueo, o no. Pero los votantes son soberanos. Amén.
En The Myth of the Rational Voter se compara, por medio de estadísticas, lo que piensan el electorado y los economistas –en principio, más favorables al libre mercado– en relación con determinados asuntos. Mientras los economistas basan sus conclusiones en la lógica y la evidencia, los votantes proceden, más bien, de una forma diametralmente opuesta. Esto queda especialmente patente en cuestiones como la libertad de comercio. La gente, cuando ejerce de consumidora, es sensible a los precios, de ahí que le interese que no haya aranceles y favorezca el libre comercio; pero cuando ejerce de votante resulta que respalda a quienes piden restricciones a la entrada de mercancías de países terceros...
Explotando la ignorancia del votante medio se encuentran, principalmente, los grupos de presión, que quieren imponer su agenda a costa del bienestar social. Como presentan sus demandas apelando al bien común o a cualquier otro mantra al uso, y dado que la gente no aprecia el efecto de las políticas que solicitan aquellos, se impone la ley del más fuerte.
Una vez demostrada la clarísima inferioridad de la democracia con respecto al mercado, Caplan entiende que la solución no pasa por más sino por mejordemocracia; por un sistema en que la libertad no pueda ser destruida por nadie, tampoco por la mayoría. La democracia es importante, sí; pero más lo es disponer de una Constitución que impida al Estado expandirse. Por desgracia, esto parece una utopía, dada la tendencia del poder a expandirse por doquier.
A diferencia de los políticos, Caplan ofrece en estas páginas lo que promete, un análisis desapasionado y realista sobre el sistema democrático. Después de leerlas, uno empieza a darse cuenta de que el emperador está desnudo.
BRYAN CAPLAN: THE MYTH OF THE RATIONAL VOTER: WHY DEMOCRACIES CHOOSE BAD POLICIES. Princeton University Press (Nueva Jersey), 2007, 276 páginas.
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