Como puede verse en el siguiente gráfico, existe una correlación muy fuerte entre libertad y riqueza. Los países que promueven políticas públicas que facilitan la competencia y la labor de los empresarios tienen muchas más posibilidades de crecer económicamente. Por eso, el desplome de España desde el puesto 28 al 46 es tan relevante: no es una cuestión de aparecer peor clasificado en la foto, sino de que todos esos países que nos han adelantado seguramente también estarán mejorando su productividad y competitividad relativa gracias a sus mejores instituciones, algo que España sólo parece capaz de conseguir vía reducción de costes (es decir, con salarios más bajos).
En los otros seis apartados, sí hay mucho margen para mejorar. En comparación con sus vecinos de la UE, España lo hace especialmente mal en cuatro sub-índices:
- Derechos de propiedad: el índice habla de obstáculos burocráticos "significativos" y de una aplicación "muy lenta" de la justicia en la protección a los propietarios. Hasta 13 países europeos tienen 90 puntos en esta cuestión. Mientras, España no pasa de 70.
- Corrupción: no sólo la nota es bastante baja (62 puntos) sino que nos sitúa a años luz de los mejores estados europeos. Dinamarca, Finlandia o Suecia superan ampliamente los noventa puntos.
- Libertad empresarial: aunque España ocupa el puesto 33 a nivel mundial (algo mejor que su puesto 46 en todo el índice), este apartado vuelve a ser significativo por la diferencia que marca con el resto de Europa. Los 80 puntos de los que disfrutamos palidecen al lado de los 98 de Dinamarca o los 94 de Finlandia y Reino Unido, por poner tres ejemplos. Claro, luego cuando se dice que nuestras empresas no son competitivas, habrá quién se pregunte por qué. En esos puntos de diferencia podría estar buena parte de la respuesta.
- Mercado laboral: el gran lastre de la economía española. En este epígrafe, nuestro país cae hasta el puesto 117 de la lista. Los autores del informe apuntan que a pesar de las mejores de las últimas reformas laborales, "la regulación permanece fundamentalmente inflexible".
La paradoja nórdica
Además, la presión fiscal (que es la ratio que se suele usar para medir estas cosas), puede ser muy engañosa. Por ejemplo, imaginemos dos países, uno desarrollado y otro no, tienen el mismo IRPF del 20% hasta 100.000 euros de ingresos y del 40% desde esa cantidad. El país próspero tendrá una presión fiscal mucho mayor que su vecino, pero no porque sus impuestos sean más altos, sino porque tienen más ciudadanos en el escalón más elevado. Está claro que estos cuatro países los tributos son altos, pero no mucho más que en España o Francia: simplemente es que allí hay más ricos.
La tercera cuestión importante está en la forma en la que el Estado gasta sus recursos. En España, la Administración sólo maneja una forma de actuación: el ordeno y mando. Así, los ciudadanos no tienen ningún control sobre sus pensiones, la educación de sus hijos o su sanidad (por hablar sólo de tres de los apartados que más dinero se llevan de los presupuestos públicos). En Suecia, el país europeo con el IRPF más elevado, el mercado tiene una presencia fundamental en cuestiones teóricamente privativas del sector público. De esta manera, existe algo similar al cheque escolar y sanitario, y la última reforma de las pensiones incluye elementos de capitalización. En las estadísticas, todo este dinero aparece como gasto público, pero los contribuyentes del sur del continente soñaríamos con tener todas estas opciones a nuestra disposición.
Del mismo modo, Suecia, Finlandia o Dinamarca pueden permitirse el lujo de derrochar parte de la riqueza de sus ciudadanos cobrándoles unos impuestos muy elevados. Recaudan mucho porque son muy ricos, pero no son ricos porque sus impuestos sean altos. Hay muchas cosas que aprender de ellos: su cultura empresarial, sus leyes comerciales o el control que ejercen sobre sus políticos. Pero, por mucho que se empeñen algunos, su legislación tributaria no es una de ellas.
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