Si los políticos no tuvieran la capacidad para decidir discrecionalmente el uso del dinero que obtienen del fruto de nuestro trabajo, la corrupción estaría muy limitada. Si la política no decidiera quién presta los servicios al público, si no tomara decisiones regulatorias con impacto en la actividad privada, no importaría que al acabar su carrera los políticos ficharan de consejeros o asesores en empresas privadas.
Los bienintencionados defensores de lo público dirán que ellos reclaman buenos gestores, rechazando enchufados, corruptos y buscadores de rentas, sosteniendo que no puede achacarse al sistema la existencia de golfos. Y en efecto, así es. La corrupción no es patrimonio exclusivo de lo público. Tampoco de lo privado. Igual que el error es humano, la falta de honestidad también lo es.
Pero en el mercado, donde millones de consumidores votamos cada día con nuestras decisiones de compra y de inversión, si no se satisfacen las necesidades de las personas, las empresas quiebran y los malos gestores se van a la calle. En lo público, los políticos y los malos gestores no los echamos ni con agua caliente, porque el sistema —que ellos han diseñado— favorece que ellos y sus allegados se perpetúen en el cargo.
¿Qué entorno institucional creen que protege más al político corrupto y al empresario corruptor, el intervenido o la libre competencia en un mercado abierto?
De Antonio España sobre Buchanan.
Política sin romanticismo
Probablemente han visto ustedes la película Su distinguida señoría, estrenada en 1992 —año en el que la corrupción en nuestro país estaba también a la orden del día— y que narra las peripecias de Thomas Jefferson Johnson —interpretado por Eddie Murphy—, un timador de barrio que accede al Congreso de los Estados Unidos aprovechando la similitud de su nombre con el de un congresista recién fallecido. Tras escuchar accidentalmente una conversación entre dos políticos, el estafador descubre que se ha equivocado de profesión, pues desde el escaño puede robar y estafar legalmente sin temor a la cárcel. Sin ser una obra maestra del séptimo arte, esta comedia ilustra de forma entretenida las carencias del proceso político en la toma de decisiones públicas.
Precisamente al análisis económico de las decisiones tomadas en el ámbito público consagró su vida el recientemente fallecido James M. Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986 y fundador, junto con Gordon Tullock de la Escuela de la Public Choice. Buchanan, que empezó su carrera académica dedicado a las finanzas públicas, pronto constató que los economistas, preocupados por el funcionamiento de los mercados —con objeto de intervenirlos y planificar—, no habían prestado mucha atención a cómo funcionaban unos gobiernos que cada vez crecían más y más.
Como consecuencia, Buchanan comenzó a analizar cómo funciona realmente la política, como él decía, sin romanticismo. Según sus propias palabras, era necesario “que nos quitáramos las gafas de color rosa con las que tendemos a percibir el gobierno, la política y las acciones de nuestros políticos” para ver la política como lo que realmente es, una manifestación más de la acción humana —con sus grandezas y miserias, habría que añadir.
En vez de analizar las acciones individuales en el contexto del mercado, contempló la acción de las personas en el ámbito de las decisiones públicas. Y estudió las relaciones entre personas cuando ejercen como cargos públicos, votantes, burócratas, líderes partidistas o representantes políticos. Tomando los métodos del análisis económico y aplicándolos al comportamiento de las personas en la política, Buchanan argumentó que sus acciones pueden estudiarse, incluso predecirse, y así comprender mejor la tendencia de los gobiernos a crecer, aumentar el gasto público, endeudarse, incurrir en fuertes déficits y hacer proliferar las normas y regulaciones.
Los votantes nos mantenemos racionalmente ignorantes…
Si han visto la película que les comentaba al principio, quizás se acuerden de una escena en la que una pareja de votantes entran al colegio electoral, preguntándose a quién votar, y terminan decidiendo allí mismo que votarán al mismo nombre de siempre. Circunstancia que favorece al descarado protagonista, que precisamente concurre aprovechándose del hecho de llamarse igual que el de siempre.
Me dirán ustedes, con razón, que se trata de una parodia exagerada propia de una comedia sin pretensiones. Y, sin embargo, la economía nos enseña que es perfectamente racional permanecer ignorante sobre materias que son complejas y que, además, quedan fuera de nuestra capacidad de influencia.
Convendrán conmigo que la política es, sin duda, una materia compleja —¿cuándo fue la última vez que se leyeron los programas electorales completos de todos los partidos concurrentes a las elecciones y analizaron el perfil político y su posicionamiento en los temas que les preocupan de todos y cada uno de los integrantes de las listas? Por otro lado, es unas doscientas veces más probable que nos toque el Gordo de Navidad que lograr que nuestro voto sea el decisivo. ¿Qué incentivo tenemos pues a dedicar tiempo y esfuerzo a elegir nuestro voto de forma informada?
Conclusión: en general elegimos nuestro voto más por consideraciones emotivas, de afinidad personal o, simplemente, viscerales, que con verdadero conocimiento de causa.
¿Cuántos políticos acusados de corrupción, de todos los partidos, han visto comparecer una y otra vez ante su electorado y han seguido arrasando en sus circunscripciones a pesar de ERE, trajes, palaus, ITV, y un larguísimo etcétera?
… salvo que pertenezcamos a uno de los grupos privilegiados de interés.
En otra escena, podemos ver al recién elegido diputado comiendo con su abogado especialista en lobbies, que quiere conocer su postura con respecto a determinados temas —los precios del azúcar, la limitación de las sanciones por negligencia o los repartidores de pizzas— para, a continuación, ofrecerle un catálogo a medida de los grupos de presión de los que extraer rentas en función del posicionamiento elegido.
En efecto, es una caricatura del entramado de lobbies norteamericano, pero fíjense que la realidad suele superar a la ficción, y no es raro ver cómo grupos de intereses más o menos numerosos pero siempre bien organizados, pueden ser muy relevantes en determinadas decisiones políticas sobre asuntos concretos, presionando a políticos para que resuelvan, subvencionen o legislen en su beneficio. Los incentivos, en este caso se sitúan del lado de los grupos de interés, que pueden obtener pingües beneficios, mientras los costes quedan diluidos entre el resto de los millones de votantes.
Beneficios que, por cierto, no pocas veces suelen perjudicar a los intereses de la mayoría silenciosa que no se manifiesta formando mareas de ningún color. Aunque, eso sí, con frecuencia escuchamos el argumento de que es por el bien común o en defensa de causas nobles. Seguro que sin mucho esfuerzo, se les ocurren unos cuantos ejemplos.
Las promesas electorales se las lleva el viento
Cuando en la película un importante político apoya en público una causa defendida por el protagonista —que empieza a volverse honrado, demostrando que un estafador de poca monta puede tener más principios que un político—, vemos cómo en la secuencia siguiente el mismo político se retracta en privado, zanjando la cuestión diciendo que “las declaraciones públicas no son testimonios jurados” mientras guiña un ojo con aire de complicidad.
Y este, en efecto, es otro de los problemas del proceso político. A saber, que la representación democrática por desgracia no es vinculante. Ni los programas ni las promesas electorales tienen carácter contractual, por lo que una vez obtenido el voto, el político puede olvidarse tranquilamente del votante hasta las siguientes elecciones.
Existe, pues, una desconexión abismal entre el voto depositado y la política llevada a cabo. Miren si no lo que propugnaban los candidatos del Partido Popular en materia de impuestos antes de las elecciones generales y compárenla con la política fiscal abusiva llevada a cabo por Cristóbal taxman Montoro. Imagínense que un fabricante de automóviles anuncia un deportivo con unas prestaciones determinadas y, al adquirirlo, descubren con desconsuelo que dentro de la preciosa carrocería deportiva de color rojo, tienen unos pedales de bicicleta, un manillar y una silla de playa. ¿Cómo se sentirían?
En el fondo, son los incentivos
Y, finalmente, no deben olvidar que la gestión pública del político siempre está orientada a corto plazo. Toda su actuación está condicionada por las próximas elecciones. ¿Se acuerdan la actitud mantenida por Mariano ya lo pensaré mañanaRajoy posponiendo importantes decisiones para nuestro país simplemente porque había elecciones en ciernes en Andalucía o en Cataluña y el País Vasco? ¿Recuerdan cómo José Luis Rodríguez Zapatero ocultó en 2008 la crisis a los españoles estando a las puertas de unas elecciones generales?
¿Qué incentivo encuentra un político en tomar decisiones difíciles a corto plazo pero beneficiosas a largo, cuando probablemente sea otro el que disfrute de las mieles de esas decisiones acertadas de hoy? Sin embargo, cualquier línea de acción pública, por ruinosa que sea, que reciba apoyo político a corto plazo, se mantendrá y se potenciará, aunque lleve al país a la quiebra. De esto también tenemos unos cuantos ejemplos recientes, por ejemplo, como cuando Zapatero literalmente compró nuestro voto con la deducción de los 400 euros en el IRPF para estimular el consumo.
El profesor Buchanan lo vio, pues, claro. No se puede garantizar que los políticos y los cargos públicos por ellos designados sean seres puros y libres de toda codicia —no digamos ya inteligentes, trabajadores y resueltos. Ni siquiera el proceso democrático, que es la fórmula más avanzada de convivencia pacífica que hemos encontrado hasta la fecha lo garantiza. Pero sí se puede limitar el daño que pueden hacer.
Por ejemplo, si los políticos no tuvieran la capacidad para decidir discrecionalmente el uso del dinero que obtienen del fruto de nuestro trabajo, la corrupción estaría muy limitada. Si la política no decidiera quién presta los servicios al público, si no tomara decisiones regulatorias con impacto en la actividad privada, no importaría que al acabar su carrera los políticos ficharan de consejeros o asesores en empresas privadas.
Los bienintencionados defensores de lo público dirán que ellos reclaman buenos gestores, rechazando enchufados, corruptos y buscadores de rentas, sosteniendo que no puede achacarse al sistema la existencia de golfos. Y en efecto, así es. La corrupción no es patrimonio exclusivo de lo público. Tampoco de lo privado. Igual que el error es humano, la falta de honestidad también lo es.
Pero en el mercado, donde millones de consumidores votamos cada día con nuestras decisiones de compra y de inversión, si no se satisfacen las necesidades de las personas, las empresas quiebran y los malos gestores se van a la calle. En lo público, los políticos y los malos gestores no los echamos ni con agua caliente, porque el sistema —que ellos han diseñado— favorece que ellos y sus allegados se perpetúen en el cargo.
¿Qué entorno institucional creen que protege más al político corrupto y al empresario corruptor, el intervenido o la libre competencia en un mercado abierto?
http://www.elconfidencial.com/opinion/monetae-mutatione/2013/01/22/politica-sin-romanticismo-10597/
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