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Prólogo:
Me produce un gran placer prologar este libro de mi colega y discípulo Juan Ramón Rallo, doctor en Economía y profesor de la Universidad Rey Juan Carlos. Pese a tratarse de una obra dirigida a criticar el texto más importante del keynesianismo, publicado hace ahora 75 años, sus páginas no pueden estar más de actualidad.
Si bien desde los más variados ámbitos académicos se nos anunció que el keynesianismo había muerto con la estanflación de los 70 y con la contrarrevolución monetarista, lo cierto es que ha bastado una crisis medianamente prolongada para que hayan resucitado con rapidez todas las malas ideas y peores recomendaciones que lanzó Keynes en la Teoría general.
Dado que los monetaristas, a pesar de su retórica, comparten muchos de los errores del enfoque agregado de Keynes, no edificaron la refutación de las teorías del inglés sobre sólidos fundamentos científicos, que son justamente los que proporciona la Escuela Austriaca, la ideología keynesiana lo ha tenido muy sencillo para, a las primeras de cambio, resurgir con fuerza y contaminar la mente de todos los políticos y de casi todos los economistas. Y ello a pesar de que la adecuada comprensión de la teoría austriaca del ciclo económico, elaborada especialmente por Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, permitía comprender por qué todos y cada uno de los argumentos que expuso Keynes en su libro eran erróneos: las economías no pueden padecer de una insuficiencia agregada del gasto; el desempleo involuntario es una contradicción en los términos allí donde existe flexibilidad en los precios; el tipo de interés no es un fenómeno monetario, sino la expresión de la preferencia temporal de los agentes; la expansión artificial del crédito generada por la reserva fraccionaria de los bancos no sirve para impulsar la creación de riqueza, sino que genera devastadores ciclos económicos; la salida de las crisis no se logra con más consumo, más gasto público y salarios más inflexibles, sino con más ahorro y unos mercados más libres; el mejor dinero posible no es el dinero fiduciario emitido por unos bancos centrales monopolísticos, sino el patrón oro dentro de un sistema bancario sometido a los principios generales del derecho; las crisis económicas no son momentos de depresión autoalimentados, sino la fase inicial de la recuperación, etc.
Todas estas lecciones esenciales ya se hallaban presentes en los principales tratados monetarios de la Escuela Austriaca, como la Teoría del dinero y el crédito de Mises, Precios y producción de Hayek o mi propio Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, y deberían haber bastado por sí solos para frenar la expansión del pensamiento keynesiano. Por desgracia, la inmensa mayoría de los economistas fueron deslumbrados por la rimbombante vacuidad de la Teoría general y la Escuela Austriaca no se preocupó por producir, como sí acaba de hacer ahora Juan Ramón Rallo con su Los errores de la vieja Economía, ningún libro que aplicara su potente arsenal teórico a poner de manifiesto todas y cada una de las equivocaciones de la Teoría general. Es verdad que Hayek estuvo tentado a refutar el último libro del inglés nada más ser publicado, como ya había hecho anteriormente con su anterior obra, el Tratado del dinero, pero desistió del empeño por los continuos vaivenes ideológicos de Keynes. Y también es verdad que Henry Hazlitt, con su Los errores de la nueva Economía, intentó proporcionarnos un libro de este estilo, pero sus resultados no fueron tan devastadores, sistemáticos y generales como los que ahora nos ofrece el profesor Rallo.
Así pues, no puedo más que celebrar este nuevo volumen de la colección Nueva Biblioteca de la Libertad por cuanto contribuye a enterrar definitivamente una de las obras para nuestra desgracia más influyentes del s. XX. En medio de una de las mayores crisis económicas de los últimos tiempos, primero provocada por la expansión crediticia de los bancos centrales y de unos bancos privados que disfrutan del privilegio de la reserva fraccionaria y después agravada por los planes de estímulo deficitario del gasto público, es decir, en medio de una crisis generada y empeorada por el keynesianismo, el libro del profesor Rallo constituye un soplo de aire fresco y una lectura obligatoria para todos aquellos que deseen comprender por qué la Teoría general es una obra plagada de errores que sólo nos conduce hacia el abismo.
La correcta explicación de los auges exuberantes y de las crisis depresivas no la hallaremos en el keynesianismo, una ideología obsesionada con poner el acento en las tendencias descoordinantes de los mercados, sino en el riguroso corpus teórico de la Escuela Austriaca, capaz de explicar cómo la función empresarial tiende de manera continuada a coordinar a los distintos agentes, incluso después de que éstos hayan incurrido en errores generalizados como consecuencia del intervencionismo estatal en la moneda y en la banca. Esperemos que tras la detenida lectura de Los errores de la vieja Economía cada vez sean menos quienes atribuyan al Estado la función de estimular la economía y más quienes pasen a observarlo como uno de los principales obstáculos para el bienestar de nuestras sociedades: no sólo en momentos de prosperidad sino, de manera muy especial, durante los de adversidad y crisis.
NOTA: Este texto es el prólogo del profesor HUERTA DE SOTO al más reciente libro de JUAN RAMÓN RALLO, que acaba de publicar Unión Editorial.
Introducción de ‘Los errores de la vieja Economía’
Por Juan Ramón Rallo
En 1959, veintitrés años después de que John Maynard Keynes publicara La Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, el mejor divulgador de la ciencia económica en el s. XX, Henry Hazlitt, se quejaba en el prólogo de su nuevo libro de que no conocía “ni una sola obra que haya consistido en criticar La Teoría General capítulo por capítulo, o a un análisis del libro teorema por teorema”. A ello se dedicó con bastante éxito el propio Hazlitt en ese nuevo libro suyo que tituló Los errores de la nueva Economía: un análisis de las falacias keynesianas, publicado al español por Aguilar en 1961, hace ya 50 años.
En efecto, la ausencia de una crítica sistemática al libro de Keynes –probablemente el más influyente en la historia del pensamiento económico junto a La Riqueza de las Naciones de Adam Smith– resulta llamativa. En cierto modo, parecería reflejar una aceptación acrítica de las teorías keynesianas que, desde luego, no se produjo en una parte relevante de la profesión económica, la cual, no obstante, fue marchitándose al no ofrecer ninguna alternativa omnicomprensiva al paradigma keynesiano. Sí hubo críticas breves y dispersas, así como numerosas reformulaciones, pero ninguna se concentró en atacar la totalidad de la obra.
Probablemente, la persona que en aquel momento habría estado mejor posicionada –tanto académica como personalmente– para refutar La Teoría General habría sido el miembro de la Escuela Austriaca y futuro Premio Nobel Friedrich Hayek. El austriaco ya había refutado con solvencia el anterior gran libro de Keynes, El Tratado del Dinero, y conocía perfectamente todas las argucias que el inglés empleaba en su nueva obra; sin embargo, desistió de escribir una refutación sistemática tanto por su sentimiento de haber perdido el tiempo criticando un libro entero que Keynes había dejado oportunistamente de suscribir, cuanto porque el enfoque de La Teoría General le parecía incorrecto de raíz.
No fue, por consiguiente, hasta 1959 cuando Hazlitt, lector y admirador de Hayek, tomó el relevo en tan fundamental empresa. Pero en 1959, una refutación de este calibre llegaba demasiado tarde para una academia que ya había adaptado todos sus modelos económicos de acuerdo con gran parte de La Teoría General. Así, el libro de Hazlitt pasó del todo desapercibido, y la única refutación de Keynes provino de la llamada contrarrevolución monetarista, una escuela de pensamiento con raíces en parte keynesianas que, por consiguiente, no desmantelaban el paradigma, sino que sólo lo pulían de sus fallos más evidentes.
Desde el libro de Hazlitt en 1959, no me consta la publicación de ninguna otra obra –más allá de recopilaciones de artículos de distintos autores– dedicada a analizar y a refutar paso a paso el contenido de La Teoría General. O dicho de otro modo, pese a que desde 1959 la ciencia económica ha avanzado muchísimo, no existe ningún libro que presente una crítica actualizada al pensamiento keynesiano. Y ello pese a que las ideas de Keynes siguen estando tremendamente presentes en nuestras sociedades, especialmente tras el estallido de la Gran Recesión en 2008, la cual llevó a multitud de políticos y economistas a reciclar el recetario del inglés.
Este 2011, se cumplen 75 años de la publicación de La Teoría General, motivo por el cual se impone un replanteamiento amplio de las aportaciones de este libro clave. Mas, después de tres cuartos de siglo, ya no puede afirmarse que uno vaya a refutar ninguna nueva Economía, como sí hizo Hazlitt en su momento; ahora, el pensamiento keynesiano forma parte indisociable de la corriente académica mayoritaria, por lo que mis ataques van dirigidos más bien contra una vieja Economía que, pese a las apariencias, no ofrece ni mucho menos soluciones a los problemas que estamos padeciendo.
Mi formación es la propia de un economista de la Escuela Austriaca, de modo que voy a proceder a criticar a Keynes haciendo uso de las teorías más refinadas dentro de este paradigma. Por ello, cuando me refiera a la “tradición económica anterior a Keynes” o a los “economistas clásicos” lo haré en el mismo sentido en que lo hace el inglés en su obra: estaré apelando a la teoría económica más avanzada y refinada previa a La Teoría General. La diferencia estará en que, como Keynes nunca entendió las aportaciones seminales de la Escuela Austriaca, él consideraba que la teoría económica clásica alcanzó su estadio más elevado en las plumas de Alfred Marshall y Arthur Cecil Pigou. Nosotros, en cambio, incluiremos dentro de estos términos genéricos e inexactos (pero usados recurrentemente por Keynes) a los mejores teoremas desarrollados por la Escuela Austriaca (de Carl Menger, Eugen Böhm Bawerk, Ludwig von Mises o Friedrich Hayek) y por la Escuela Clásica (Adam Smith, David Ricardo, Jean Baptiste Say y John Stuart Mill) antes de 1936.
Mi objetivo es simple y llanamente hacer una exposición lo más justa y fidedigna posible de La Teoría General para proceder, acto seguido, a su refutación. Salvo excepciones muy puntuales, ni pretendo analizar y criticar las obras anteriores de Keynes ni tampoco los desarrollos teóricos ulteriores que se han edificado sobre la obra del inglés. De ahí que también haya optado por omitir prácticamente todas las citas y referencias bibliográficas para no desviar la atención del lector desde lo esencial –los argumentos de Keynes y de la Escuela Austriaca– a lo accesorio –las fuentes concretas de cada una de las ideas planteadas–. En las próximas páginas, pues, encontrará una exposición cruda del paradigma keynesiano según aparece en La Teoría General y de la alternativa planteada al mismo por la Escuela Austriaca. Con todo, el lector interesado sí podrá hallar al final de la obra una relación bibliográfica con la que profundizar en muchas de las teorías aquí presentadas. Así las cosas, salvo alguna excepción claramente señalizada, cuando en este libro haga llamadas a números de página cabrá entender que se refieren al paginado de la primera edición de La Teoría General, donde podrá encontrarse la fuente original de las ideas del inglés que en ese momento se estén analizando.
Aprovecho la ocasión para agradecer al profesor Jesús Huerta de Soto, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos, su prólogo y a David Sanz Bas, doctor en Economía y autor de una excelente tesis doctoral donde analiza el debate del período de Entreguerras entre Hayek y Keynes, su epílogo.
Espero que, al concluir este libro, el lector sea capaz no sólo de conocer por qué Keynes se equivocaba, sino también por qué él pensaba estar en lo cierto; de hecho, considero que una parte de mi libro –la meramente expositiva del pensamiento de Keynes– podría emplearse como guía para la comprensión de La Teoría General. Nada me gustaría menos que transmitir la impresión de que he tergiversado las ideas de Keynes y de que, por tanto, todo el esfuerzo crítico que he invertido en refutarlas se ha dirigido en realidad contra un muñeco de paja.
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