Un estudio hecho en los países nórdicos , demostró que las personas que invierten en bolsa no son los que más dinero tienen, sino lo más inteligentes.

"Por extraño y paradójico que le parezca: La renta variable es el activo-a largo plazo-más rentable y menos arriesgado".Francisco García Paramés

La clave en el mundo de las inversiones está en la PACIENCIA, como decía un inversor value "Más vale hacerse rico despacio que pobre rápidamente" .

Todo llega para quien sabe esperar.Nunca te des por vencido, las grandes cosas llevan tiempo.

‎ "Yo me fío más de cómo maneja la economía una familia que se juega el pan o un empresario, que se juega la ruina, que un grupo de señores que, cuando quiebran un país, se van a su casa, reciben seis cargos públicos o privados y se dedican a dar discursos."Daniel Lacalle

Los seres humanos observan que hoy en día las carreteras, los hospitales, las escuelas, el orden público, etc. etc., son proporcionados en gran (sino en exclusiva) medida por el estado, y como son muy necesarios, concluyen sin más análisis que el estado es también imprescindible. No se dan cuenta de que los recursos citados pueden producirse con mucha más calidad y de forma más eficiente, barata, y conforme con las cambiantes y variadas necesidades de cada persona, a travésdel orden espontáneo del mercado, la creatividad empresarial y la propiedad privada.Jesús Huerta de Soto

Comprar cuando la bolsa baja y vender cuando sube es difícil porque va en contra de la naturaleza humana: en los últimos 3.000 años, cuando el vecino de al lado salía corriendo o gritaba "fuego", ha resultado rentable salir corriendo también. De ahí que cuando la bolsa sube nos dan ganas de comprar, y cuando baja nos dan ganas de vender, por una simple cuestión de biología.

¿Pero es que no os dais cuenta que todas las injusticias y toda la corrupción proviene de lo "publico"?‏



viernes, 15 de agosto de 2008

La economía en una lección

Recomiendo la lectura de este libro: "La economía en una lección"
Henry Hazlitt
Unión Editorial, Madrid, 1996
224 páginas


Resumen del libro
Decía Revel, en una ya antológica frase, que la mentira es la primera de las fuerzas que mueven el mundo. No obstante, sin voluntad expresa de corregir al maestro francés, sí me gustaría matizar esa afirmación; ya que no está en la propia falsedad la capacidad endógena capaz de mover el globo, sino en la potentísima voluntad de sus beneficiarios por perpetuarla.

Aunque en todas las ciencias encontremos flagrantes ejemplos de manipulación absoluta, es probablemente en la economía, por la enorme cantidad de intereses creados, donde las mentiras, o las medias verdades, han arraigado con mayor decisión, hasta el punto de evolucionar hacia la categoría de dogmas.

La gran mayoría de los burócratas comunistas y socialistas, tras la caída del muro y el desmantelamiento soviético, ante la imposibilidad, sobre todo en aquel entonces, de mostrar a Occidente los "provechos" del sistema, lejos de resignarse a la victoria del liberalismo y de la economía del mercado (lo cual significaba perder todas sus prebendas) pasaron a engrosar las listas del ya poderoso movimiento keynesiano, dentro del cual podían seguir articulando –bajo la teórica premisa irrenunciable del capitalismo- los mecanismos necesarios para regular el mercado, adulterar los precios, levantar barreras a la creación de empleo, atacar el ahorro, favorecer a los grupos de presión (también llamados sindicatos), mantener o acrecentar los aranceles, subir los impuestos, aumentar los salarios por decreto, reflotar industrias en bancarrota y, sobre todo, crear redes clientelares (ya sea con los funcionarios o con los receptores de subvenciones públicas). El fin último de todo ello, no varía del objetivo de los antiguos "camaradas" comunistas: el Estado al servicio de los intereses personales.

Evidentemente, si el poder se concentra en un punto (Estado) es mucho más sencillo de manejar y controlar que si se reparte entre los ciudadanos (sociedad) Por ello, no debemos extrarñarnos, de que todas aquellas personas cuyo modus uiuendi esté basado en el usufructo estatal, repudien y ataquen los enunciados liberales; al fin y al cabo, suponen la destrucción de su hábitat y de su posición ventajosa. El auténtico problema surge cuando los propios ciudadanos aceptan mantener está situación por considerarla la única económicamente viable y también, lo que es peor, la única moralmente aceptable.

La acumulación de tonterías económicas, mezcladas con ciertas dosis de demagogia populista, ha convertido un alijo esperpéntico de teorías absurdas y banales en un informe pedrusco filosofal arrojadizo. El liberalismo, para denostarlo, pasó a llamarse capitalismo, pero por si fuera poco, se le añadió el calificativo de salvaje; incluso, últimamente, se le llama tatcherismo, como si la doctrina liberal hubiera nacido recientemente de los desvaríos de una persona, con lo que el ataque ad hominem –¿recuerdan la extendida calumnia de su adicción al alcohol?- para desprestigiar el valor de la libertad, se convierte en una realidad.

Pero si todo este embrollo se ha podido realizar, hasta el extremo de que seamos los liberales los estigmatizados, ha sido por la superficialidad de los argumentos de los burócratas (nadie se preocupaba en contradecirlos debido a su clara estupidez) y por la facilidad de aprender sus reiteradas frasecillas (quien no ha oído aquello de: "Los pobres más pobres y los ricos más ricos"). Por ello, cuando se ha producido el triunfo de la mentira sobre la razón, es preciso que los verdaderos economistas –los que buscan el bien común y no dependen de las "bondades" de ningún poder fáctico- recompongan el cuadro de la truncada lógica popular. Henry Hazlitt acomete parte de esta fundamental tarea en un libro de lectura básica para todo liberal: "La Economía en una lección", ampliación del ensayo de Bastiat "Lo que se ve y lo que no se ve".

Esta obra recoge artículos del autor publicados a mitad del siglo XX en diarios como el New York Times en los que descubre que medidas cómo, entre otras, la jornada de treinta horas semanales, el salario mínimo, los subsidios a las empresas o el control de precios han conseguido lo contrario de lo que pretendían.

Aunque me arriesgue a un exceso de simplificación de este faraónico ensayo, podríamos resumir la tesis de Hazlitt en que las falacias y los errores económicos provienen de fijar nuestra atención en los efectos que una medida económica tiene a corto plazo y sobre un reducido sector.

Pongamos el ejemplo de una empresa con dos mil empleos que, por diversas razones, tiene que cerrar. Los economistas orgánicos (aquellos que velan por sus intereses o por los de una burocracia generosa) nos dirán con toda seguridad que el Estado no puede permitir el cierre de esa industria porque 2000 trabajadores acabarán en la calle, y que además, como consecuencia de la reducción de renta de esas 2000 personas, un número incalculable de comerciantes que dependían del consumo de éstos tal vez tenga que cerrar. Sin embargo, los economistas clásicos, y concretamente Hazlitt, nos dirán que si el Estado reflota esa industria insolvente, lo hará con dinero procedente de los impuestos de todos los ciudadanos y, por tanto, será un dinero que no gastarán en los miles de comercios de todo el país, esto es, los empresarios verán reducidos sus beneficios(con todo lo que ello entraña: menos empleo, menor inversión privada, más inseguridad laboral...) Además, hay que añadir la incertidumbre de esa oxigenación estatal, ya que con toda seguridad, sólo se estará prorrogando el cierre de la empresa durante un tiempo, en el que ésta retendrá unos factores de producción que hubieren podido ser utilizados de una manera más eficiente.

Em otro ejemplo, descubre que si se impusiera un salario mínimo en el mercado por debajo del cual los empresarios no podrían contratar a un trabajador, aunque la intención resulte loable, que todos tengan un salario que les permita vivir, al final, sólo consigue aumentar el paro. La primera reacción del lector será echarse las manos a la cabeza como a muchos nos sucedió al leerlo pero, tras una detenida pausa, podremos concluir que tiene razón. Por un lado, el salario es el pago por la productividad que aporta un trabajador a la cadena de producción. El empresario, como tiene que reducir costes para vender a precios competitivos, no puede contratar a trabajadores cuya productividad sea inferior al salario que les paga. No es de extrañar que este tipo de medidas consigan que los recién licenciados o los trabajadores menos cualificados no puedan acceder al mercado. Entonces, la medida, que inicialmente iba destinada a esos mismos trabajadores menos preparados por carecer de experiencia o de un oficio específico son los más perjudicados.

Otro ejemplo dramático es el de los impuestos. Según la izquierda y la derecha, los impuestos deben ser progresivos, esto es, deben gravar más a los que más tienen en una proporción que se incrementa a medida en que uno gana más. Por ejemplo, si alguien ganara 100 unidades monetarias, el impuesto que tendría que pagar sería de 30 unidades monetarias. En cambio si obtuviera 200 unidades monetarias, en vez de tener que satisfacer al fisco 60, la proporción equivalente al impuesto anterior, le tocaría contribuir con 80. Si los impuestos son progresivos, el esfuerzo se penaliza y, contrariamente, a lo que mantienen los representantes de la soberanía popular, se recaudará menos y encima, conseguirán que haya menos ahorro y caiga la inversión. El resultado es el mismo que con el salario mínimo: se dispara el número de desempleados. Tal y como señala Hazlitt: “las gentes comienzan a preguntarse por qué tienen que trabajar 6, 8 o 10 meses al año para el Gobierno y sólo 6, 4 o 2 meses para ellos mismos y sus familias. Si pierden el dólar completo cuando pierden, pero sólo pueden conservar un parte de él cuando lo ganan, llegan a la conclusión de que es una tontería arriesgar su capital. De esta suerte, el capital disponible decrece de modo alarmante. Queda sujeto a imposición fiscal aun antes de ser acumulado. En definitiva, al capital capaz de impulsar la actividad mercantil privada se le impide, en primer lugar existir y el escaso que se acumula se ve desalentado para acometer nuevos negocios. El poder público engendra el paro que tanto deseaba evitar”.

Sin embargo, no basta con explicar las medidas intervencionistas sino que es preciso despejar uno de los malentendidos más importantes sobre el capitalismo: la función de los beneficios. Cuando se conocen los resultados de los Bancos y grandes empresas a final de año, más de uno, se pregunta si el beneficio obtenido es legítimo y si no tendrían que contribuir más al erario público. Hazlitt, por el contrario, explica cómo si una empresa no obtiene beneficios tendrá que desaparecer porque es la “señal” que indica “que el trabajo y el capital” destinados a producir una mercancía “se hallan mal invertidos, por cuanto el valor de los recursos que han de dedicarse para elaborar el producto es superior al precio del artículo en cuestión”. Por eso, el autor arguye que la función de los beneficios “es guiar y canalizar el empleo de los factores de la producción de tal manera que su utilización aporte al mercado miles de mercancías distintas en las cantidades precisas que la demanda solicita”. Resumiendo, Hazlitt concluye que “los precios y los beneficios libres elevarán al máximo la producción y remediarán la escasez con mayor rapidez que ningún otro sistema”.

Pero este es únicamente un pequeño botón de toda la gran muestra que nos expone Hazlitt, desde el salario mínimo, pasando por la fijación de precios, hasta el ataque contra el ahorro, son tratados con absoluto sentido común e independencia. De esta manera, los sofismas económicos, sostenidos efusivamente por muchos economistas, son refutados con sólidas argumentaciones que ponen de manifiesto la mediocridad de sus defensores. Además, es de agradecer la claridad y esquema lectivo que utiliza el autor, quien evita, en todo momento, caer en la trampa de los tecnicismos y de acotar el perfil de sus lectores.

Sin ningún tipo de dudas, "La Economía en una lección" debe ser uno de los libros de cabecera de todos los liberales, uno de esos volúmenes esenciales que tanto sirven para iniciarse en la defensa del libre mercado como para asentar y madurar las explicaciones de los más peritos.

Este pequeño gran libro que ha vendido más de cinco millones de copias en todo el mundo. Si se tomara en serio su mensaje, se podría cambiar la percepción mayoritaria de que sólo el Estado puede impulsar el progreso. Pero ni la luz, ni los coches, ni el aire acondicionado han sido inventados por ningún Estado. Todo lo que nos permite vivir mejor es fruto del mercado. Por mucho que le demos vueltas, cuando interviene el Estado en la economía, el mercado se retrae y el progreso se detiene. Si no, cojan un mapa del mundo y revisen sus premisas. Si encuentran que en Corea del Norte o en África, se vive mejor que en los Estados Unidos de América, entonces, la economía será una ciencia inútil y Hazlitt un mentiroso. La lección magistral de este libro es que sólo la libertad es el motor del bienestar social.
Saludos

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